Al entrar al viejo edificio en donde funciona la sala Bayle, un paciente tembloroso saluda con un apretón de manos y una media sonrisa.
Detrás de él, algunos miran con desconfianza y hablan entre dientes, para sí mismos.
Casi todos están desabrigados, pese a que es un día frío y húmedo. Los 72 pacientes, atendidos por un sólo enfermero por turno, caminan con alpargatas rotas y sin medias por el piso mojado y embarrado de la sala.
Lo primero que se advierte al cruzar la puerta de entrada es un olor nauseabundo y penetrante que, sumado al de la humedad y el encierro, vuelve la atmósfera casi insoportable.
Sólo hace falta dar unos pasos, hacia la entrada del salón que sirve de dormitorio, para ver de dónde viene: una montaña de ropa sucia y sábanas manchadas con excrementos está apilada al pie de la cama más próxima a la puerta.
Lleva un tiempo acostumbrarse al hedor.
Las paredes del salón están cubiertas de humedad y hongos.
Gruesas grietas las recorren desde el piso hasta el techo.
El cielorraso no inspira mucha seguridad: el reboque se cae a pedazos y hay goteras en todas partes. Hace frío: hay algunas estufas pequeñas empotradas en las paredes, pero la mayoría de las ventanas están mal cerradas o tienen los vidrios rotos.
Hay cerca de 20 camas de caño, en dos hileras, con las cabeceras contra la pared. Son pocos los colchones que están enteros. Las sábanas están sucias y desordenadas, y encima de las frazadas descansa una cuadrilla de moscas.Al principio, las camas son lo único que parece haber en la sala. Es sólo después de un rato que se nota la presencia de personas. Sobre esas camas, debajo de esas frazadas, hay gente. Varios pacientes están acurrucados sobre los colchones, pero están tan flacos que a primera vista, por decirlo de alguna manera, son invisibles. Uno de ellos se levanta y, descalzo sobre el helado piso de baldosas, camina hacia la puerta y entra al comedor común.
El comedor consiste en un salón, bastante más pequeño, en donde hay varias filas de mesas y bancos de madera despintada. En el fondo, hay una pequeña cocina que evidentemente no está en uso. La mayor parte de los pacientes de la sala Bayle están en este comedor. Algunos están sentados en los bancos; otros, de pie junto a las ventanas enrejadas. Todos invariablemente miran fijo hacia el mismo punto. En una base sujeta a la pared, casi a la altura del techo, hay un televisor lleno de polvo.No hay muchas opciones de actividad para los pacientes de este pabellón: o están allí mirando televisión o se acuestan en sus camas, sin nada más que hacer.
No se les permite salir del edificio. Aunque si salieran se enfrentarían a otros riesgos: por ejemplo, la montaña de vidrios rotos que hay afuera, a metros de la puerta, junto al muro del pabellón.Los baños están a mitad de camino entre el dormitorio y el comedor.
No hay ningún tipo de división que impida al que pasa por el pasillo ver a quien está en el baño. Tampoco las duchas y las letrinas tienen puertas o cortinas.
El piso está empapado y las paredes, negras por la humedad.